En este escrito se ofrece una reflexión sobre la importancia del consumo en la vida cotidiana como la expresión de prácticas sociales complejas. Se indica su condición de campo de estudio en consolidación y se discute su importancia para pensar la sostenibilidad.
Un campo incomprendido
Nuestra cultura moderna occidental basa sus lógicas en un conjunto de valores entre los que destacan la búsqueda constante y ascendente del bienestar. Para alcanzar este camino, una de las finalidades perseguidas desde el inicio de la revolución industrial en el siglo XVIII, pero de manera más acentuada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, es el incremento de la producción de bienes y servicios en una perspectiva inédita en la historia del ser humano. De esta manera, nuestro mundo ha experimentado lo que algunos científicos han llamado “la gran aceleración” (Steffen et al., 2011), que consiste en un incremento sin precedentes del acceso a productos, servicios y condiciones de vida nunca conocidos por el ser humano.
Como cabe esperar, el incremento de productos y servicios ofrecidos a una sociedad progresivamente demandante de ellos sólo se hace posible mediante su mayor consumo. Esto implica que producción y consumo conforman una dupla que sólo es posible explicar a través de su condicionamiento mutuo.
Pese a ello, asistimos a una situación en la cual la producción de bienes y servicios acapara una atención que no se le prodiga al consumo. Tal atención incluye no solo una reflexión permanente por las condiciones en las que se recrean las condiciones de oferta, sino que además entraña una carga moral en la cual lo relacionado con producir, recibe valoraciones normalmente positivas.
Es así como el mundo y las prácticas de producción se asocian con el crecimiento económico, la laboriosidad, el esfuerzo, el sacrificio y el sentido de lo correcto tanto en un nivel colectivo como en el individual. El del consumo, en cambio, es frecuentemente asociado, o bien con las ideas de desperdicio y derroche, o con otras como el placer, lo inocuo, el lujo y la ociosidad. Desde la década de los 70, con el auge del pensamiento ambiental, el consumo ha pasado además a estar en primera línea de preocupación por su papel en la configuración de la crisis ambiental contemporánea.
Por esta vía, es fácil entonces encontrar expresiones sobre el consumo que implican una carga peyorativa, moral y normativa tanto a los actos de consumo como a los consumidores.
“Los consumidores no entienden”.
Buena parte de los enfoques en ciencias ambientales aluden a que los problemas del mundo obedecen a una ‘falta de comprensión‘. Educar, se insiste, es el mejor modo para que las personas construyan conciencia y adopten formas de comportamiento más sostenibles. Con el consumo ocurre algo similar. Si parte de los problemas ambientales del mundo se reducen a que las personas consumen mucho, una buena manera de intervención consiste en educar e informar para que los consumidores tomen ‘decisiones más correctas’.
Si bien jamás podrá menospreciarse el papel transformador que tiene la educación, podría caerse en el reduccionismo al considerar que la información y la adquisición de contenidos, automáticamente se traducen en conductas concretas. Hay evidencia en la literatura que nos muestra que existe una brecha considerable entre los valores ambientales que profesamos y los comportamientos sostenibles que cabría esperar (Gadenne et al., 2011; Kollmuss & Agyeman, 2002).
¿Es el consumidor el culpable de la degradación ambiental?
Los datos sobre el deterioro ambiental deberían sorprendernos y llamarnos a la acción inmediata. Se nos recuerda constantemente que vivimos en un planeta al que le hemos desbordado sus límites ecosistémicos, en el que pareciera que 8 mil millones de personas es ya demasiada gente y en el que los indicadores de contaminación por plástico, incremento de la temperatura global y acumulación de CO2 atmosférico no paran de crecer desde que arrancó la revolución industrial y más en concreto, la gran aceleración ya mencionada.
De manera que, adicional a que “los consumidores no entienden”, también “los consumidores tienen la culpa”. Por esta vía algunos esfuerzos desde ciencias ambientales y de los movimientos ambientales, buscan movilizar el sentimiento de culpabilidad para apelar a un cambio de mentalidad individual, pero, además, para justificar que las soluciones tecnológicas pueden tener un papel protagónico en la búsqueda de la sostenibilidad.
La crisis ambiental que vivimos en el mundo obedece a una multicausalidad en donde también cuentan las formas de producción insostenibles, la publicidad y unos valores de la modernidad que nos inducen desde afuera a buscar en el confort y la acumulación, los objetivos centrales de nuestra calidad de vida. La obsolescencia programada, esto es, el diseño de productos para que fallen en menos tiempo, así como la obsolescencia percibida, entendida como la creación artificial de la necesidad de reemplazar un producto que no ha dejado de ser útil, inducen a compras frecuentes más allá de que los consumidores puedan ser culpados por ello. Si bien el consumidor siempre tendrá la opción de no compra, el precio que paga en términos de confort e inserción social lo llevan de nuevo al consumo.
Por otro lado, frente a la culpa resultante de ser el destructor del mundo, ¿qué mejor remedio que inducirte a comprar tecnologías verdes?
Otra forma de hacer alusión a la culpa del consumidor es la necesidad de regular su mal comportamiento ambiental con sanciones. Es bastante usual que, ante una restricción en la disponibilidad de agua potable por escasez del recurso, sean los consumidores en hogares los que deban reducir sus tiempos de baño o sus prácticas de aseo en vez de generar un cuestionamiento contundente a aquellas actividades económicas de gran escala que sí la consumen. Según el último Estudio Nacional del Agua, en Colombia los usos residenciales de agua no alcanzan al 10% del total consumido (IDEAM, 2019).
¿La gente consume sólo por egoísmo? y ¿qué tan soberano es el consumidor en sus decisiones?
Los enfoques que han dominado a los estudios del consumo provienen de la economía, el mercadeo, la mercadotecnia y la psicología. Si bien en la actualidad se aceptan como necesarios los diversos enfoques que enriquezcan las interpretaciones sobre el consumo, existe una tendencia marcada a considerar únicamente que los actos de consumo obedecen a motivaciones estrictamente personales y aisladas. Se considera una interpretación correcta, que las personas toman decisiones individuales para afirmar su identidad y satisfacer sus deseos y necesidades por la vía del consumo.
Con ello se desconocen los modos como la publicidad, pero además el entorno social que enmarca lo que es correcto e incorrecto, o lo que genera cohesión con grupos sociales de referencia, terminan generando un marco que induce lo que se debe consumir. Por esta vía podemos aceptar, por tanto, que no obstante la forma como cada individuo personaliza sus experiencias de consumo, existen fuertes condicionantes estructurales que las personas no controlan de manera deliberada y que fijan límites a lo que se consume. Así, los consumidores reflejan colectivamente un conjunto de valores y prácticas que tienen sentido en un momento y lugar determinados. En Colombia solemos no consumir alimentos picantes del modo que se hace en México, y no se espera que en Argentina se consuma arepa de la manera que lo hacemos en Colombia y Venezuela. Es bastante inusual en otros lugares de América Latina diferentes a Argentina, Uruguay y el sur de Brasil, consumir hierba mate en infusión. Esto quiere decir que el consumo es una construcción social de igual modo.
Consumo y vida cotidiana.
Más allá de sus sesgos de culpa, ignorancia e individualidad, es posible afirmar que el consumo ocupa un lugar central en la estructuración de la vida cotidiana.
Las teorías de práctica, desarrolladas entre otros por académicos como Shatzki, Reckwitz, Shove y Warde (Reckwitz, 2002; Shatzki, 2005; Shove, 2012; Warde, 2014), nos enseñan cuestiones clave que revolucionan nuestro modo de comprender el consumo.
Según ese enfoque, las prácticas sociales consisten en aquellos actos de la cotidianidad a los que estamos habituados de un modo no necesariamente consciente, pero que son vitales en la construcción de nuestra identidad y vida social. El aseo corporal, el modo de consumir alimentos, los modos de vestirse según la ocasión, hacer deporte, movilizarse, tener ocio, son, entre muchos otros, aspectos de la vida cotidiana regidos por las prácticas.
Para ejecutar una práctica, es necesario que tengamos unas habilidades aprendidas (cómo bañarse, cómo cocinar, cómo conducir, cómo usar el metro, etc.), unas materialidades (los objetos específicos que nos ayudan a ejecutar la práctica) y un sentido (el valor simbólico de la práctica que responde a asuntos tales como que nos tomamos un café para estar alertas pero también para socializar; o que olemos bien y nos vemos limpios para encajar en nuestras relaciones con otros; o que regalamos en amor y amistad o un cumpleaños porque expresamos afecto y fortalecemos vínculos emocionales).
Puede apreciarse que las prácticas son una construcción social que le da sentido a nuestra vida cotidiana en tanto nos adscribe a un grupo de referencia. El consumo es un momento dentro de las prácticas en el cual necesitamos adquirir y utilizar los bienes y servicios necesarios para que la práctica se concrete.
Warde y Evans nos enseñan que el consumo en las prácticas se compone de las tres “A” y las tres “D” (Evans, 2018; Warde, 2014). Adquirir los bienes y servicios que voy a consumir; Apropiar, lo cual implica darle sentido a lo adquirido y valorarlo; Apreciar, que implica obtener disfrute de lo apropiado; Devaluación, que es el momento inevitable en el que los bienes o servicios ya no procuran el bienestar original; Despojo, que implica el abandono de lo obtenido para consumir y finalmente Disposición, que es el momento en el cual descartamos los bienes alguna vez adquiridos.
El consumo y la sostenibilidad.
Entender el consumo como un momento en las prácticas y como un sistema que se complejiza con las tres A y las tres D, nos permite abrir la ventana al reto de su comprensión. ¿Qué sentido tiene hacerlo?
Sin duda, el consumo ocupa un lugar central en la construcción de un mundo más sostenible. Pero lo hace, en primer lugar, compartiendo espacio con las preocupaciones por el tamaño poblacional y por las tecnologías que permiten la esfera de la producción.
En segundo lugar, la sostenibilidad depende de respuestas mucho más elaboradas que la simplificación de creer que el consumo es un asunto de responsabilidades individuales que se abordan elevando la conciencia. Cuando al consumo lo logramos entender en sus aspectos mucho más refinados que justifican respetarlo como objeto de estudio y explorar otras alternativas, estamos ante la posibilidad de generar alternativas no previstas.
Si bien no es posible negar que un consumo diferente que podemos llamar sostenible o responsable, es una pieza clave en la sostenibilidad, no es menos importante insistir en la necesaria trascendencia de su reducción al ámbito de la moralidad, la culpa y la individualidad.
Las infraestructuras y el mundo material que se le ofrecen al consumidor (y los cuales él no determina), son uno de los tres engranajes clave que permiten soñar con un mundo más sostenible. Los materiales con los que se diseñan lo que consumimos, nuevas técnicas constructivas, nuevas tecnologías, estimulan otro consumo. Un segundo engranaje puede ser un conjunto de estímulos y restricciones vía norma que ayudan a moldear los comportamientos hacia lo sostenible. Y una tercera pieza de engranaje consistiría en la construcción lenta pero determinada de nuevos marcos culturales que le cambien el sentido a lo que aceptamos o no en una perspectiva de sostenibilidad. Este último engranaje implica la nada fácil tarea de replantear lo que entendemos colectivamente como necesidades y límites.
En última instancia, la sostenibilidad se trata tanto de transiciones que implican un cambio de modelo, como también de salir de lo que hasta ahora comprendemos como confort. Como tema para una próxima columna podríamos generar una conversación interesante sobre una especie de verdad inconveniente: ¿hasta dónde debería incomodarnos la sostenibilidad?
Por: Fredy López-Pérez, docente de la Facultad de Ingenierías de la Universidad de Medellín.
Artículo publicado en Territorios Sostenibles.